La muerte estaba en cualquier lado, pero ahí. Junto a la sangre en su cara, junto a sus mejillas rosadas, dentro de sus fuertes alaridos, dentro de sus ojos hinchados por el llanto. Ni la idea más mínima cruzaba su mente de lo que estaba sucediendo, pero sin duda el sonido había sido razón de más para asustarlo.
Y seguía… seguía llorando. Berreando cada vez con más fuerza, hasta inyectar su rostro con el rojo de la incertidumbre, el rojo del miedo, el mismo rojo que lo manchaba. Y seguía gimiendo… aún en los brazos de aquella que le había estado cargando hace unos instantes, aquella de quién probablemente tendría el único recuerdo, aquella quién todavía era parte de él, aquella quién era comida, regazo, tranquilidad, calor… aquella quién yacía en el suelo con una bala en su cuello.
Y seguía llorando…
“¿Por qué?” Tal vez habría sido lo único que doña Eugenia se hubiera preguntado si hubiera tenido más de ese segundo que tuvo para darse cuenta de lo que sucedía. “Cuándo a uno le toca, le toca” solía decir siempre que se comentaba algo sobre la muerte a la hora de la cena.
¿Existiría al menos un premonición en ella, alguna voz, alguna sensación, algo que le hubiera susurrado en una esquina de su alma que hoy le tocaba?
Justo hoy, después de venir rumbo del mercado Alcalde, donde compró la fruta que picaría para llevarla a la comida del voluntariado con sus amigas de tantos años, todas que como ella habían sido enfermeras, y ahora, incluso después de jubiladas, seguían ofreciendo caritativamente sus servicios.
¿Se habría imaginado Doña Eugenia, si quiera una vez en su vida, que la muerte llegaría a ella tan fugaz, tan inesperada, tan en forma de un diminuto bólido que le destrozaría la mitad de su cara?
No podía haber escogido peor día para morirse. Aunque fuera domingo y tuviera que trabajar. “Nadie puede trabajar en domingo” era en lo único que pensaba. Pero tenía demasiado trabajo atrasado. Lo que no sospechaba era que cuándo llegara a su oficina, llegaría también Estela, su joven secretaría, con el pretexto de haber olvidado algo el día de ayer. Ella lo comenzaría a seducir y él terminará fornicándola sobre el escritorio, derribando todo los papeles que se disponía a archivar. Después de una calurosa hora, se sentiría liberado. Trabajaría el doble de rápido, llegaría temprano a casa, besaría a su mujer en la boca, jugaría con sus niños y dormiría apaciblemente. A la semana siguiente despedirían al imbécil de su jefe, lo promoverían a un puesto en el extranjero y entre tanta felicidad pensaría en por fin romper las cadenas de su matrimonio y largarse con Estela hacia su nueva vida.
Pero eligió pasar por la plaza, para acortar camino...
Y en lo último que pensó, mirando hacia el cielo, fueron sus hijos.
Víctor nunca fue un muchacho extrovertido, por eso cuando la tecnología llegó, pasaba todo el tiempo que podía frente a la computadora; por eso cuando pudo dejar crecer su cabello, se comenzó a peinar de esa manera; por eso dibujaba mientras el profesor daba la clase.
La primera vez que ella se le acercó, miró su cuaderno y le dijo: “Me gusta tu dibujo”.
Él pensó en ofrecérselo pero ella se adelantó a pedírselo. Al dárselo, ella sonrió agradecida. La siguiente semana ella se sentó a lado de Víctor para verlo mientras dibujaba, le llamó para que comieran juntos durante el receso y hasta le propuso que salieran el domingo para comerse una nieve. Víctor estaba sorprendido y, aunque no lo aparentara, embelezado.
Luego de comprar la nieve y caminar por un rato mientras platicaban, es decir, mientras ella hablaba y él escuchaba; decidieron sentarse en la fuente.
Víctor murmuró que no le gustaba mucho esa plaza por el vulgar espectáculo que montaban los payasos. Ella le dijo que tenía un poco nieve en la comisura de la boca, y antes que él hiciera algo al respecto, ella se acercó y la limpio con un tierno beso. Víctor entendió lo que debía hacer y respondió como lo había estudiado de las películas. Fue mucho mejor de lo que se imaginaba. Se miraron por un eterno instante, después hubo ruido sordo, luego un par de gritos, luego otro ruido sordo y más gritos, antes de que ambos comprendieran lo que sucedía, Víctor sintió un terrible ardor en el pecho que lo derribó dentro de la fuente y al sumergirse ya no alcanzó a escuchar los gritos de ella, sólo sintió como todo caía en penumbra y se apagaba.
Y el agua comenzó a teñirse…
“¿La vida, cuándo fue de veras nuestra? / ¿cuándo somos de veras lo que somos?”
Se preguntaba esto el viejo vagabundo mientras agonizaba. Cómo si jamás lo hubiera leído en ningún lado; cómo si la pregunta naciera de lo más profundo de sus arrugas, de lo más ebrio de su corazón, de lo más mugroso de sus pies, de la más vieja de sus cicatrices, de la tripa más perforada de su sangrante estómago.
“Soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos sin son también de todos, / para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo”
Seguía el triste teporocho con sus ojos terriblemente acuosos, casi entrecerrados, con su boca como una mina derrumbándose. Sus manos intentando sujetar su vientre para aminorar el flujo escarlata. Desprendiendo trozos de su ropa para utilizarlos de vendaje.
“Vida y muerte / pactan en ti, señora de la noche, / torre de claridad, reina del alba / virgen lunar, madre del agua madre / cuerpo del mundo…”
Ya no pudo seguir… quiso dar un trago a su Tonaya, pero se derramó todo sobre la cara. Rendido, alejó sus manos de la herida, escurriendo sangre las llevó a su pecho; recargó su cuerpo sobre un costado, junto las rodillas y cerró los ojos lentamente.
“La vida… ¿cuándo fue de veras nuestra?”
…
Un sujeto sale de su casa un domingo durante el medio día. Lleva en uno de sus bolsillos un pistola cargada con siete balas. Camina por Avenida Juárez hasta llegar a Plaza Universidad. Se detiene en medio de la multitud. Saca una venda de su bolsillo, la amarra alrededor de sus ojos. Saca el arma de su otro bolsillo…